La pintura etérea de Ràfols-Casamada: un acercamiento a la dimensión límbica de la razón
Pintores Catalanes Contemporaneos Ràfols Casamada“Romper el espacio y recomponerlo mediante manchas de color, […] distribuir unas manchas casi al azar y conseguir, también mediante el color, que se sostengan y relacionen”.
Testimonio de un Pintor (1985). Albert Ràfols Casamada
Sutil y elegante como ninguno, Albert Ràfols-Casamada sabe encerrar en unos pocos trazos y manchas de color la esencia de las grandes ideas. Con él, la abstracción lírica catalana encuentra a uno de sus grandes referentes: un artista completo y único que hizo del arte su forma de comprender la vida, elevando la pintura de la segunda mitad del siglo XX a las más altas cotas de humanismo universalista.
Conceptualista a la par que lírico, las pinturas del maestro barcelonés son una suerte de imagen caleidoscópica en la que armoniosas formas y colores conquistan la luz universal del vacío, sobreponiéndose y complementándose, únicas, solitarias y plenas. Mundano aunque transcendente, toda simplicidad en su obra es un mero espejismo; un aura de luces y atmósferas que, como tragaluces a la amplitud del universo, son capaces de evocar pensamientos y embaucar miradas; capaces de mostrar, con muy pocos elementos, la esencia oculta del mundo. La de Ràfols-Casamada es como la pintura de un niño viejo que ya ha vivido muchas vidas.
La concepción estética de Ràfols-Casamada: convergencia entre el sentir y el pensar
La pintura de Ràfols-Casamada es una reflexión ecléctica y personal, depurada y sólidamente fundamentada en un profundo ejercicio filosófico que combina, en perfecto equilibrio, la emoción del artista y la coherencia del intelectual.
Imbuido por la lógica del noucentisme acuñado por Miguel D’Ors, de la que bebió desde su más tierna infancia gracias a la influencia de su padre, el también pintor Albert Ràfols, la concepción estética de este artista barcelonés se fundamenta en el intelectualismo heredero de la Renaixença Catalá, corriente límbica suspendida en el lapso temporal y filosófico entre el modernismo decimonónico y las vanguardias de comienzos del siglo XX, cuyos principios filosóficos nos remiten a la exaltación del arte puro, al cosmopolitismo universalista y al orden en su concepción más platónica.
La mirada de Ràfols-Casamada no es una mirada al uso. Para él, la expresión artística no es más que una reordenación del espacio, una reinterpretación de la realidad adquirida mediante el intelecto. Así, su arte no busca evadirse del mundo real ni reinventarlo, sino que, en connivencia con el pincel y el lienzo lo descompone, lo esquematiza y lo jerarquiza, reduciendo los intangibles a elementos simples pero sumamente expresivos, haciéndolos sutiles e irreductibles y distribuyéndolos sobre la nada infinita de la que parecen tomar cuerpo.
Es esa la forma etérea en la que Ràfols-Casamada retrata su peculiar imagen de la realidad, una visión más allá de la física y de lo caduco, adquirida por un sentido primigenio aletargado en la mayoría de los mortales; una mirada metafísica sin cataratas, capaz de embalsamar lo permanente, lo universal, y arrojarlo directamente y sin tapujos a la mente del espectador, quien, con su personal percepción lo completa, para convertirlo en un todo pleno en significado.
El lenguaje pictórico de Ràfols-Casamada: serenidad y elegancia evanescentes
Los cuadros de Ràfols-Casamada se nos presentan como un teatro de formas diluidas y manchas de colores que, sin marcos ni tensiones, jalonan con su presencia el espacio vacío, como inmateriales y sobrecogedoras, casi arrancadas de una dimensión oculta e imperceptible, complementándose unas a otras en una suerte de diálogo silencioso.
La elegancia y la sutileza de sus composiciones se deben al ritmo reposado y leve con el que sus características formas ortogonales se relacionan, suspendidas en el espacio vacío como una idea en la infinidad de la mente, recreando espacios etéreos en los que el signo configura el mensaje, tal y como podemos ver en Cami de primavera III (2005), donde también podemos apreciar el uso exclusivo y destacado de colores primarios, otra de las principales características de su pintura, heredera de la admiración que Ràfols-Casamada procesaba a los grandes maestros de la corriente abstracta informalista, como Joan Miró, quien también gustaba de suspender sus coloridos signos sobre infinitos escenarios blancos, carentes de todo límite.
Sin embargo, los fondos de Ràfols-Casamada también saben escapar en ocasiones a la nada impertérrita, mostrándose como inacabables espacios de luz en los que el color tenue y evanescente otorga a la composición una apabullante sensibilidad cromática, como advertimos en Tensions al Jardì (1984), cuadro en el que la luminosidad gaseosa y suave y la dulzura del color parecen transportarnos a la atemporal esencia de la naturaleza, serena, impávida, inamovible.
En las obras de Ràfols-Casamada nada depende del capricho, sino que cada una de ellos cuenta con las pinceladas justas, metódicamente planificadas, enumeradas y organizadas. De este modo, sus estables y reposadas composiciones hacen gala de una pureza estructural en las que simetría, orden y equilibrio configuran milimétricamente el uso del espacio, de lo que encontramos un claro ejemplo en litografías como Sin Título I ; una amalgama estructurada de ángulos y paralelas donde reinan la geometría y la complementariedad de los colores.
Su creatividad desbordante nace, en definitiva, de una aproximación mental a la génesis de las formas, de un lugar insólito en el que confluyen infinitas maneras de observar el mundo, digerirlo y regurgitarlo.
El itinerario creativo de Ràfols-Casamada: síntesis de la evolución pictórica de toda una época
El particular estilo pictórico de Ràfols-Casamada surge de una asimilación extrema de las diversas corrientes postimpresionistas y vanguardistas que se dieron cita en el panorama artístico del fecundo y revolucionario siglo XX. Como dice el propio pintor, el suyo es un estilo personal que “nace de los demás”, transformándolo, mediante sus personales aportaciones, en algo singular y único.
Nacido en una familia de artistas, el pintor barcelonés se ve influenciado desde sus primeros años por las numerosas corrientes artísticas y filosóficas que sacudieron el mundo del arte catalán. Comenzando por el ya citado noucentisme mediterraneísta de Torres-García o Joaquim Sunyer, del que adquiriría su particular gusto por el equilibrio y la pulcritud, y complementándolo con las aportaciones de las vanguardias francesas y las corrientes americanas postimpresionistas.
A lo largo de su dilatada carrera artística, su estilo pictórico fue experimentando una paulatina y sólida evolución desde una primera etapa postimpresionista y figurativa que tuvo lugar durante la década de los ’40, coincidiendo con sus primeras aproximaciones al mundo de la pintura. De esta primera etapa encontramos un claro ejemplo en la obra El sombrero de paja (1947), obra en la que es sencillo apreciar la influencia cubista de Pablo Picasso. Sin embargo, esta primera y breve etapa figurativa daría paso a una concepción más esquemática y estructurada de la realidad, de sesgo claramente abstraccionista, la cual cultivaría a lo largo del resto de su vida.
Bien entrada la década de los ’50, la influencia del expresionismo abstracto comienza a plasmarse en sus obras, como se aprecia en cuadros como Marea Baja (1959), donde ya podemos encontrar algunos de sus rasgos más distintivos, tales como la descomposición ortogonal de las formas y la luminosidad de las atmosferas conseguidas a través de un uso sereno del color, características que permearán el resto de su producción artística evocando la obra de Piet Mondrian y las atmósferas de Mark Rothko, sus grandes referentes en el extranjero.
Los ’60 son un período de transformación que lo arroja definitivamente al mundo de la abstracción, manifestándose en sus cuadros una nueva austeridad cromática y gestual con la que procede a sus primeros ensayos con la técnica del collage. Sus pinturas experimentan durante estos años una extrema pérdida de referentes, propia del expresionismo abstracto de Jackson Pollock, por quien se ve influenciado durante su estudio de las corrientes americanas, o del cromatismo atmosférico de Rothko, como podemos ver en Paisajo (1960).
Durante la década de los ’70 sus obras adquieren por fin su tan característica composición geométrica, basada en el uso de planos superpuestos y potenciados mediante el contraste cromático, tal y como se aprecia en cuadros como Sin Título (1979) o en litografías como esta, fechada en 1975.
Se considera que Ràfols-Casamada alcanza la madurez creativa en la década de los ’80 con obras como Pleniluni (1983) o Florencia (1985), época en la que incorpora a sus cuadros un fuerte componente simbólico y refuerza el protagonismo del color, que ahora llena las escenas creando delicadas y envolventes atmósferas.
Los ’90 y los comienzos del siglo XXI son para el pintor años de estudio de su propia pintura, la cual supo compaginar con la práctica literaria y la ensayística de temática artística en una fértil retroalimentación. Durante este periodo, sus cuadros destacan por el predominio de la luz y del color sobre las formas, y del símbolo como vehículo de significado. Es también una de sus épocas más prolíficas, de la que encontramos obras personalísimas y ya muy depuradas, como Civitas Aurea (1990), El paso de los signos (2000) o Cami de Primavera V (2005).
La vida de Ràfols-Casamada: un periplo por diversas disciplinas artísticas
Además de como pintor, Albert Ràfols-Casamada destacó también como poeta y ensayista. La suya fue una existencia completamente dedicada al arte, que se convirtió en el eje estructural de su vida.
Nacido en 1923 en Barcelona, comienza a interesarse por el arte a una temprana edad, estudiando poesía y pintura de la mano de su padre, reconocido pintor noucentista.
Expone sus obras por primera vez en 1946 con el grupo Els Vuit, y celebra su primera exposición individual al año siguiente en la Galería Pictórica de Barcelona. A pesar de su vocación humanista, decide estudiar arquitectura, aunque abandonará la carrera en 1948 para dedicarse de lleno a la pintura.
También en 1948, el joven artista participa en el Primer Saló d’Octubre, donde comparte pared con importantes pintores catalanes como Antoni Tàpies y Maria Girona i Benet, la que se convertiría posteriormente en su compañera.
En 1950 recibe una beca para instruirse en París, donde permanece hasta 1954 y adquiere contacto con maestros de la vanguardia francesa como André Breton o Paul Èluard.
En 1955 vuelve a Barcelona, donde trabajará durante décadas en su taller, creando y perfeccionando su propio estilo y dedicándose, también, a la pintura de murales, a la poesía y a la escenografía.
A mediados de los ‘60 se interesa por la docencia, fundando en 1964 la primera escuela española de arte y diseño, la Escola Elisava, de la que estará al frente hasta 1967, cuando continúa su aventura docente con la creación del Centro Eina de Estudios Superiores de Diseño, inspirado en la metodología de la Bauhaus, de la cual ostentará el cargo de director hasta 1984.
A pesar de que cultiva la literatura desde la adolescencia, publicará su primer libro en 1976, una recopilación de poemas visuales titulado Notes Nocturnes, para continuar publicando otros poemarios como Angle de llum (1984) o Color de les pedres (1989), así como diversos ensayos entre los que destaca Testimonio de un pintor (1985).
Tras una vibrante vida en la que nunca dejó de innovar y aprender, el polifacético y prolífico artista falleció en 2009 en la ciudad que le vio nacer y convertirse en uno de los grandes maestros de la pintura catalana, dejando tras de sí una retahíla de premios y distinciones que reconocen su increíble trayectoria, entre los que destacan el Premio Nacional de Artes Plásticas, que le fue otorgado en 1980; la mención de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras del Ministerio de Cultura de Francia, en 1985; la Medalla de la Legión de Honor del Gobierno de Francia, en 1991; o el Premio de las Artes Visuales de Cataluña (2003).
Eva Vilar C.