Maruja Mallo: la musa rebelde de la vanguardia española

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La vida de Maruja Mallo fue, en sí misma, un anacronismo. La España que la vio nacer no estaba preparada para una mujer tan libre e independiente como ella. Transgresora en el vivir, en el hablar y en el pintar, su persona era motivo de asombro, indignación y persignaciones por parte de una sociedad mojigata incapaz de no escandalizarse ante sus provocaciones. Aunque a ella poco le importaba. Su pecado original era ser libre, y su gran talento, el de romper con todos los esquemas y convenciones.

Hereje, blasfema y emancipada voluntariamente de un mundo en el que no encajaba, con su estética transgresora y su arrolladora personalidad fue capaz de deshilachar las cuerdas de la hegemonía que la ataban, como mujer, a su casa y a sus labores, haciéndose un merecido hueco en el seminal mundillo del arte del siglo XX hasta llegar a convertirse en una de las más representativas figuras de la Generación del 27 y en uno de los grandes exponentes internacionales del surrealismo figurativo, cuya obra nada tiene que envidiar a la de Tanguy o Magritte. Sin embargo, su nombre todavía es el menos celebrado de todos ellos: quizás porque el mundo de hoy en día todavía siga siendo demasiado primitivo para la libertaria y transgresora Maruja Mallo.

La pintura de Maruja Mallo

Es recordada como la dama impía del surrealismo, aunque a Maruja Mallo nunca le gustaron las etiquetas. No sentía esa necesidad de ponerle a su estilo un nombre: hacía lo que quería, pintaba lo que le asombraba… y lo hacía como le daba la real gana. Su carrera artística fue un continuo proceso de experimentación técnica y formal en el que, con voracidad, aprehendía los diversos movimientos artísticos que permearon el convulso y prolífico siglo XX, alcanzando una personal madurez estilística en cada uno de ellos.  La suya era una mirada despierta y sedienta, una sensibilidad profunda ante la que el mundo desnudaba su lado más grotesco y absurdo.

Vanguardista precoz, comienza a ser conocida a finales de los años ’20 en Madrid gracias a la exposición que Ortega y Gasset le organiza en la sede de la Revista de Occidente. La aparente espontaneidad de sus obras no es más que el espejismo que envuelve un simbolismo denso, materializado a golpe de escuadra y cartabón en milimétricas superposiciones geométricas. De las pinturas de este primer periodo emerge una sinfonía de colores donde cinéticas y abigarradas figuras se congregan formando saturadas composiciones donde lo mágico y lo bizarro exudan de todo aquello que se presenta como normal a la vista.

Fiestas, verbenas, calles concurridas y hedonistas escenas deportivas en las que la figuración femenina adquiere por primera vez un protagonismo activo dejan patente la mirada crítica y cosmopolita de Maruja Mallo, tal y como demuestra su emblemático cuadro La Verbena (1927). También es el momento de las máquinas, de los escaparates decadentes y de los maniquís vacíos que conforman sus “estampas”, con las que invoca la memoria de un ya trasnochado romanticismo.

Los colores se desvanecerán de su pintura, a la par que su alegría, durante los años posteriores; una etapa oscura en la vida de Maruja Mallo que se plasma en sus obras a través de mortecinos pigmentos grises y pardos. Su universo pictórico se muestra ahora caótico y sincopado, abandonado del equilibrio geométrico que caracterizaba sus primeras obras, habitado por tétricas comparsas de esqueletos y espantajos con sabor a agonía y putrefacción, como en “Antro de Fósiles” (1930), donde es imposible no apreciar la mutua influencia que Salvador Dalí y Maruja Mallo se prodigaron durante su etapa madrileña. Es también para la pintora un tiempo de redescubrimientos y de evolución técnica que la lleva a experimentar con diversos procedimientos y lenguajes. Cambia el pincel por la espátula e incorpora a sus composiciones materiales orgánicos como ceniza, cal o pizarra, haciendo gala de una amplia variedad de relieves y texturas que vuelven sus cuadros tan ásperos como las emociones de las que estos nacen.

Cuando  la tempestad cesa y sobreviene la calma, las obras de Maruja Mallo recuperan el equilibrio y la armonía geométrica de periodos iniciales incorporando elementos de una gran potencia figurativa que marcarán un antes y un después en su producción artística. Un ejemplo de este punto de inflexión lo hallamos en La sorpresa del Trigo (1936), considerado por la misma pintora como su cuadro más representativo.

Con el estallido de la Guerra Civil española llega el exilio y su etapa expresiva más compleja y efectiva. Recorre gran parte de Sudamérica dejándose asombrar por la naturaleza exuberante de la montaña y el océano, recogiendo los objetos que el mar arroja para encumbrarlos como motivos centrales de sus obras, plenos en presencia, autónomos y significantes. Nacen de sus viajes algunas de sus creaciones más puramente surrealistas, una suerte de bodegones abisales en los que caracolas, conchas, piedras, flores y curiosos seres de las profundidades marinas se combinan para dar lugar a figuraciones de una elevada pureza y sofisticación, como podemos apreciar en Naturaleza Viva (1943). Entre la producción de esta época conviene también destacar sus cabezas y máscaras, auténticos trabajos técnicos basados en estudios etnográficos, y obras de gran formato como Mensaje del Mar (1938), pintura que encabeza este post.

La “apertura” del régimen le permite volver a España a principios de los ‘60, cuando dirige su mirada al universo y al mundo de lo oculto. Surgen de esta etapa cosmológica obras como Selvatro (1979) o Viajeros del Éter (1982), fragmentos de su personal oda esotérica a la dimensión de lo imposible, en los que observamos constelaciones, símbolos y naves espaciales nacidas del propio subconsciente de Maruja Mallo, liberado ya de cualquier referente externo. Sin embargo, la dictadura y veinticinco años de exilio habían enterrado la memoria de aquella joven impetuosa que, antes de la Guerra Civil, encontró su sitio en el ambiente intelectual madrileño.

La vida de Maruja Mallo

A Maruja Mallo le gustaba quitarse años, por lo que en algunas de sus biografías figura el 1909 como su fecha de nacimiento, pero lo cierto es que esta pintora vio por primera vez el mundo en 1902, en la localidad lucense de Viveiro. Residió en Corcubión, donde realizó sus primeros dibujos, aunque su carrera artística comenzó fuera de la tierra que la vio nacer, en Avilés (Asturias) donde, apoyada por su padre, comenzó a tomar clases de pintura y consiguió celebrar su primera muestra con apenas 20 años de edad. Su paso por la escuela de artes de San Fernando acabó por consolidar la personalidad y el estilo de esta dama sin sombrero que rompió con todos los estereotipos de la época, convirtiéndose en la primera y única integrante mujer de la Cofradía de la Perdiz, el histórico grupo de intelectuales formado por Dalí, Buñuel y Lorca, erróneamente considerado un triángulo exclusivo para hombres.

De su etapa madrileña surge el entrañable y fascinante personaje que hoy recordamos: una mujer que se negó a vestir los atributos propios de su estatus social, que burló la prohibición de acceder con faldas al monasterio de Silos improvisando unos rudimentarios pantalones con la chaqueta de su amigo Dalí, la que perdió su trabajo como docente por darse un paseo en bicicleta por una iglesia durante la celebración de la misa, o la mujer que ganó cum laude un concurso de blasfemias en el madrileño café de San Millán.

Encandilado, al igual que otros, por su impetuosidad y talento, Ortega y Gasset contribuyó al  éxito de Maruja Mallo organizando en la Revista de Occidente su primera exposición en Madrid, hecho que pone todavía más de relieve la profunda impresión que esta irrepetible mujer causaba entre sus coetáneos, al tratarse de la primera y única exposición celebrada por dicha revista a lo largo de toda su historia.

Su vida profesional y personal avanzaron siempre de la mano. Asidua de cafés y tertulias, de muestras, conferencias y exposiciones, Maruja Mallo conoció a las estrellas más brillantes del panorama artístico del siglo XX: entre su círculo más cercano se encontraban poetas como Rafael Alberti y Pablo Neruda, y pintores como Salvador Dalí o André Bretón, padre del Manifiesto Futurista, quien adquirió su obra “Espantapájaros” y definió a la artista como una de las grandes del surrealismo. También mantuvo amistad con filósofos como el ya citado Ortega y Gasset y con otros artistas internacionales de la talla de Andy Warhol. Las intensas relaciones sociales e intelectuales que sostuvo con estos círculos fueron para ella una fuente de inspiración que acabó por materializarse en sus eclécticos cuadros, embebidos de múltiples visiones y vivencias. Sin embargo, sería injusto no reconocer la influencia que esta sibila bíblica, como la llamaba alguno de sus conocidos, ejercería también sobre ellos.

Comprometida con la II República Española, la Guerra Civil la sorprende en Galicia y decide poner mar de por medio exiliándose en Argentina. Su exilio duraría más de veinticinco años en los que viajes, personas y experiencias seguirían modelando tanto su propia forma de ver el mundo, como su manera de expresarlo.

A su vuelta a España, Madrid la recibe con la indiferencia del olvido. Cinco lustros de exilio habían acabado por borrar su nombre de los ambientes madrileños y, sola, en un mundo patas arriba tras la Guerra, decide recluirse durante años. Vuelve a la escena pública cuando sus obras recobran cierto reconocimiento en España, asistiendo a bares, tertulias y reuniones hasta acabar convirtiéndose en la musa de la Movida Madrileña. Las postrimerías de su existencia transcurren en una residencia para ancianos en Madrid, hasta que fallece en 1996 a la edad de 93 años.

Maruja Mallo abandona el mundo cuando ya ha dejado claro el valor de su pintura y, en su ausencia, sus obras continúan recorriendo el mundo como ella lo hizo en vida. Sus cuadros y grabados han sido expuestos en importantes museos y galerías de arte de Europa y América, y en España pueden ser admirados en el Museo Nacional de Arte Reina Sofía, donde siguen levantando pasiones y evocando el recuerdo de esta rara avis que voló hacia el universo dejando en la tierra la singularidad de su estela.

Eva Vilar C.